Odegaard es media punta. Preciso y limpio en el último pase con aceptable conducción a medio tempo. El flequillo de Canales y el recuerdo de Ozil, pero sin la gracia de Dios en su cuerpo o en su mirada que el turco poseía
Odegaard no embelesa, no gana partidos. Está en la posición imposible donde todo se exige y nada se da por sabido. Demasiado difuso para la vida de piedra, ninguno de sus gestos nos enseña la eternidad. Hubiera sido infeliz y el Bernabéu es cruel con los infelices. En cada partido suyo habría un minuto de silencio donde tomaría consciencia de su diminuta humanidad.
Mejor para todos y sobre todo mejor para su salud mental (y la salud mental de los deportistas es lo más importante) que se haya ido del Madrid. Así, sin dolor. Incoloro, inodoro e insípido, como dicen que es el sexo con las europeas.
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